Juan es taxista.
Hoy me subí a su vehículo. Yo estaba cansado, venía de madrugar para encarar
una jornada laboral atípica y creo que él estaba en condiciones similares. Se
refregaba los ojos, parecían tristes. O tal vez era solo el sueño.
Pero como buen
tachero, no soportó más de 4 cuadras sin que nos hablemos y comenzó a darme
charla. Hablamos del clima, obviamente.
El argentino
promedio tiene tres disparadores de conversación y un solo final. Los
disparadores son el clima, el fútbol y la economía. El final, aunque en el
medio se traten temas tan profundo como Messi, Maradona y “yo vi jugar a…”,
siempre es el mismo: las minas.
Pero Juan, vaya
a saber uno por qué, tenía ganas de charlar del exilio. Y es que el tema clima
derivó en que a los argentinos no nos viene bien el calor, ni el frío, en que
los fines de semana largo ya no se puede ir a ningún lado porque la gente viaja
apurada y vuelve en iguales términos, en que vacacionar en otro país no “porque
yo ya estuve afuera, y no pare de llorar un minuto por mi país”, me dijo.
Juan era
estudiante de arquitectura allá por 1976, como todo joven de la época era
peleador, luchador y contestatario “ojo, pero no guerrillero” se encargó de
aclararme. La verdad es que nunca se me hubiese ocurrido.
Juan vivía con
sus padres y su hermana menor. Un día “mi viejo llegó del trabajo serio y
preocupado” dijo, mientras él también ponía gesto de seriedad y preocupación.
“Me dijo: ármate un bolso con ropa, saluda a tu mamá y a tu hermana y dale que
me tenes que acompañar a Uruguay a hacer unas diligencias de laburo” “Yo no
entendía nada, pero era mi viejo y le tenía que hacer caso”
Ni bien llegaron
a Uruguay el padre se encomendó a la tarea de buscar una agencia de viajes y
turismo. Juan seguía sin entender. Con un pasaje de avión en la mano y los
documentos que le sacó de su propia mesa de luz el padre le dijo a Juan “Ayer
chuparon a tu primo Pablo, no quiero que te pase lo mismo. Agarrá este pasaje y
andate a España, cuando llegues a Madrid ubica el tren que va a Bilbao y ahí
busca la casa de tu abuela Antonia, mi mamá”
Juan nunca había
estado en España, no conocía ni a su abuela ni a ningún otro integrante 100 x
100 Europeo de la familia. Es más, Juan, al cruzar a Uruguay, era la primera
vez que salía del país.
Y llego Juan a
España, con el mismo miedo y la misma nostalgia con los que se había subido al
avión. Tomó el tren a Bilbao y al llegar a destino comenzó a preguntar por la
casa de su abuela.
“Llegué a la
casa que me habían indicado algunas personas del lugar, era una casa de techos
raros, con un lindo frente, florido y una reja muy trabajada, de esas que por
acá ya no se ven, tipo coloniales” detalló. “Salió una mujer grande, toda
tapada y eso que no hacía frío. – ¿Qué busca usted? – me dijo. – Estoy buscando
a Antonia – Pues yo soy Antonia ¿qué quiere? – Soy el hijo del Negro, soy su
nieto – Y ahí nomás mi abuela comenzó a gritar”
Cuando Antonia
empezó a gritar, Juan se asusto, no sabía si eran gritos de contenta o de
susto, lo que si le parecía es que aquella mujer octogenaria podía llegar a
caer tiesa de tanto gritar. Comenzó a salir gente de la casa e incluso de las
casas linderas, también asustados por los gritos de Antonia. “Eran todos
familiares míos” siguió contándome Juan.
La abuela
rebosaba de alegría, ni le importaba el duro y cruel motivo por el que Juan
viajo a visitarla, ella tenía a su nieto en casa. Sabía que el Negro, su hijo,
podía cuidarse solo.
“Te vamos a
conseguir empleo y te vas a quedar acá conmigo” le dijo la abuela.
El 10 de Diciembre
de 1983, de la mano del Dr. Ricardo Alfonsín, un tipo bonachón, nacido en
Chascomus y con una personalidad más digna del peronismo que del radicalismo,
partido al que pertenecía, la República Argentina retornó a la democracia. Y
eso era todo lo que necesitaba Juan para dejar de llorar, para saber que podía
y debía volver a casa. Porque si bien en España estaba con su familia y
extrañaba a sus padres y hermana, Juan no podía vivir con los pies lejos de su
tierra. Esa en la que si le decían “Juan! Vamos a hacer quilombo acá a la
vuelta porque se están llevando a los que laburan en la panadería” Juan era el
primero que iba.
Juan llego al
aeropuerto, cruzó migraciones, retiró su valija y ni bien salió a la calle, en
un gesto claro de “nunca más” rompió su pasaporte y lo tiro al aire. Juan no se
quería ir “porque los argentinos, digan lo que digan, no criamos a nuestros
hijos para dejar su casa, el que se va y no extraña es porque es medio raro.
Los Argentinos amamos y maltratamos a la Argentina, pero asi es el amor ¿no?”
Estacionamos
“¿Necesitas ticket pibe?”, preguntó. “Si, dale, gracias” le respondí. Le pague
los $41 que costó el viaje. Lo salude con un “suerte maestro” y bajé del tacho.
El golpe militar,
como el tango, como el bondi, como el dulce de leche y como el fútbol mismo, es
parte de nuestro ADN, y aunque seguramente a la mayoría de los que nacimos
acobijados bajo el ala de la democracia, no nos pega tanto, cada vez que se
cumple un aniversario, cada vez que se enjuicia, condena o fallece alguno de
los militares que lo llevaron a cabo, o cada vez que vemos esas antiguas fotos
con los retratos de los desaparecidos, algo en el fondo del pecho se empieza a
retorcer y nos demuestra que va más allá de haberlo vivido o no, basta con
haber nacido en esta tierra que tanto amamos. O capaz que para darte cuenta,
solo te hace falta cruzarte con un Juan, que maneja un taxi y es
argentino.