jueves, 27 de junio de 2013

Volver a casa

Juan es taxista. Hoy me subí a su vehículo. Yo estaba cansado, venía de madrugar para encarar una jornada laboral atípica y creo que él estaba en condiciones similares. Se refregaba los ojos, parecían tristes. O tal vez era solo el sueño.
Pero como buen tachero, no soportó más de 4 cuadras sin que nos hablemos y comenzó a darme charla. Hablamos del clima, obviamente.
El argentino promedio tiene tres disparadores de conversación y un solo final. Los disparadores son el clima, el fútbol y la economía. El final, aunque en el medio se traten temas tan profundo como Messi, Maradona y “yo vi jugar a…”, siempre es el mismo: las minas.
Pero Juan, vaya a saber uno por qué, tenía ganas de charlar del exilio. Y es que el tema clima derivó en que a los argentinos no nos viene bien el calor, ni el frío, en que los fines de semana largo ya no se puede ir a ningún lado porque la gente viaja apurada y vuelve en iguales términos, en que vacacionar en otro país no “porque yo ya estuve afuera, y no pare de llorar un minuto por mi país”, me dijo.
Juan era estudiante de arquitectura allá por 1976, como todo joven de la época era peleador, luchador y contestatario “ojo, pero no guerrillero” se encargó de aclararme. La verdad es que nunca se me hubiese ocurrido.
Juan vivía con sus padres y su hermana menor. Un día “mi viejo llegó del trabajo serio y preocupado” dijo, mientras él también ponía gesto de seriedad y preocupación. “Me dijo: ármate un bolso con ropa, saluda a tu mamá y a tu hermana y dale que me tenes que acompañar a Uruguay a hacer unas diligencias de laburo” “Yo no entendía nada, pero era mi viejo y le tenía que hacer caso”
Ni bien llegaron a Uruguay el padre se encomendó a la tarea de buscar una agencia de viajes y turismo. Juan seguía sin entender. Con un pasaje de avión en la mano y los documentos que le sacó de su propia mesa de luz el padre le dijo a Juan “Ayer chuparon a tu primo Pablo, no quiero que te pase lo mismo. Agarrá este pasaje y andate a España, cuando llegues a Madrid ubica el tren que va a Bilbao y ahí busca la casa de tu abuela Antonia, mi mamá”
Juan nunca había estado en España, no conocía ni a su abuela ni a ningún otro integrante 100 x 100 Europeo de la familia. Es más, Juan, al cruzar a Uruguay, era la primera vez que salía del país.
Y llego Juan a España, con el mismo miedo y la misma nostalgia con los que se había subido al avión. Tomó el tren a Bilbao y al llegar a destino comenzó a preguntar por la casa de su abuela.
“Llegué a la casa que me habían indicado algunas personas del lugar, era una casa de techos raros, con un lindo frente, florido y una reja muy trabajada, de esas que por acá ya no se ven, tipo coloniales” detalló. “Salió una mujer grande, toda tapada y eso que no hacía frío. – ¿Qué busca usted? – me dijo. – Estoy buscando a Antonia – Pues yo soy Antonia ¿qué quiere? – Soy el hijo del Negro, soy su nieto – Y ahí nomás mi abuela comenzó a gritar”
Cuando Antonia empezó a gritar, Juan se asusto, no sabía si eran gritos de contenta o de susto, lo que si le parecía es que aquella mujer octogenaria podía llegar a caer tiesa de tanto gritar. Comenzó a salir gente de la casa e incluso de las casas linderas, también asustados por los gritos de Antonia. “Eran todos familiares míos” siguió contándome Juan.
La abuela rebosaba de alegría, ni le importaba el duro y cruel motivo por el que Juan viajo a visitarla, ella tenía a su nieto en casa. Sabía que el Negro, su hijo, podía cuidarse solo.
“Te vamos a conseguir empleo y te vas a quedar acá conmigo” le dijo la abuela.
El 10 de Diciembre de 1983, de la mano del Dr. Ricardo Alfonsín, un tipo bonachón, nacido en Chascomus y con una personalidad más digna del peronismo que del radicalismo, partido al que pertenecía, la República Argentina retornó a la democracia. Y eso era todo lo que necesitaba Juan para dejar de llorar, para saber que podía y debía volver a casa. Porque si bien en España estaba con su familia y extrañaba a sus padres y hermana, Juan no podía vivir con los pies lejos de su tierra. Esa en la que si le decían “Juan! Vamos a hacer quilombo acá a la vuelta porque se están llevando a los que laburan en la panadería” Juan era el primero que iba.
Juan llego al aeropuerto, cruzó migraciones, retiró su valija y ni bien salió a la calle, en un gesto claro de “nunca más” rompió su pasaporte y lo tiro al aire. Juan no se quería ir “porque los argentinos, digan lo que digan, no criamos a nuestros hijos para dejar su casa, el que se va y no extraña es porque es medio raro. Los Argentinos amamos y maltratamos a la Argentina, pero asi es el amor ¿no?”
Estacionamos “¿Necesitas ticket pibe?”, preguntó. “Si, dale, gracias” le respondí. Le pague los $41 que costó el viaje. Lo salude con un “suerte maestro” y bajé del tacho.

El golpe militar, como el tango, como el bondi, como el dulce de leche y como el fútbol mismo, es parte de nuestro ADN, y aunque seguramente a la mayoría de los que nacimos acobijados bajo el ala de la democracia, no nos pega tanto, cada vez que se cumple un aniversario, cada vez que se enjuicia, condena o fallece alguno de los militares que lo llevaron a cabo, o cada vez que vemos esas antiguas fotos con los retratos de los desaparecidos, algo en el fondo del pecho se empieza a retorcer y nos demuestra que va más allá de haberlo vivido o no, basta con haber nacido en esta tierra que tanto amamos. O capaz que para darte cuenta, solo te hace falta cruzarte con un Juan, que maneja un taxi y es argentino.      

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